“Lo que callamos los Godínez” es una página de Facebook muy popular
(con miles de seguidores), por donde —de manera socarrona, machista,
humillante y a todas luces reprobable— desfilan imágenes de los llamados
“oficinistas”, quienes señalan sus ambiciones y miserias en sus centros
laborales: filas enormes para calentar la comida, en “tópers”, en los
hornos de microondas que los “amables” y “paternales” “empleadores”
(sic) ponen a su disposición; espacios minúsculos de trabajo —de apenas
uno o dos metros cuadrados—, adornados y “acondicionados” de formas kitch
(sic), “ridículas” (¿barrocas?), en un intento desesperado de hacer
vivible lo invivible; “el acoso laboral” —tanto sexual como el llamado
bulling (sic)—; semanas de aburrimiento; labores despreciables y
monótonas para tener sólo un día de desasosiego [¿esparcimiento?] y
sublimación neurótico-autodestructiva —el viernes por la noche (cuando
les “va bien”)—; largas y penosas esperas para que se deposite la
quincena, etcétera. Y del lado de las “ambiciones”, un “kit” de “Godínez
mirrey”, que incluye un frasco de loción de “marca” (sic), una comida o
un café en el Starbucks, una prima vacacional “jugosa”, “tener para el
enganche del auto”, llegar a ser el gerente o el “propio jefe”. Además
de señalar, de manera velada, la miseria emocional en el trabajo (W.
Reich), este tipo de epítetos, el de “Godínez”, se ha convertido en un
estigma social. En efecto, su sentido es totalmente peyorativo, sinónimo
de tener muchas ambiciones pero sin “éxito social”, de ser “uno más del
montón”, un “asalariado” (¡qué vergüenza!) o, algo mucho peor, un
“pobre prole” (¡qué horror!).
En efecto, ser un “Godínez”, un asalariado o un proletario (aunque no
se sepa a “ciencia cierta” qué significa cada uno de esos vocablos), en
la sociedad actual, dominada por un ethos realista (B.
Echeverría), que sólo reconoce como triunfo el éxito individualista
expresado en la posesión de una multiplicidad cósica (autos, “mujeres”,
casas, joyas, teléfonos) y basada en el mito de que “poseer dinero es
igual a ser inteligente” (J. K. Galbraith), es sinónimo de “desprestigio
social”, de algo que debe mantenerse en silencio aunque en el fondo
todo el mundo lo sepa y se esfuerce por no saberlo, por mantenerlo
oculto, reprimido, denegado. En este panorama de enajenación, el
surgimiento de una conciencia de clase se antoja muy remoto. Pues ¿quién
de estos individuos, presas de la dinámica realista que ofrece a
través del mercado toda una posibilidad de consumo y de posesión de
cosas, pero que al mismo tiempo la niega, estaría dispuesto a
reconocerse ya no digamos como un “Godínez” (que después de todo, en un
plano “del mero chiste”, sólo sublima la cruel realidad de que se es
explotado) sino como un “asalariado”, un “miembro” más de la clase
trabajadora, de la clase de los proletariados? ¿Acaso un gerente de
banco —de una de esas sucursales que se encuentran en cada esquina— se
reconocería como un proletario? ¿Acaso una secretaria bilingüe de un
despacho jurídico lo haría? ¿Un contador de Monex? ¿Un secretario de
proyectos de una cervecería? ¿Una telefonista de Telcel? ¿Un diseñador
gráfico de “Haro publicidad”? Provoquemos aún más la discusión: ¿Un
profesor de hora-clase de una universidad pública o privada, con todos
sus títulos de posgrado, estaría dispuesto a reconocerse como un
asalariado, o será sólo un “pequeño burgués” (ultrasic)? Es más, ¿un
policía podría reconocerse como proletario?, ¿un sicario del narco?, ¿un
soldado…?
2. La mistificación
Las respuestas que puedan darse a las preguntas planteadas dependerán
en gran medida de lo que los sujetos en cuestión puedan saber sobre lo
que significa ser un proletario, y de las condiciones históricas
que lo hacen posible. Tal asunto que no es para nada sencillo, pues el
meollo se ha mistificado. Con mistificación queremos dar a
entender aquí ese hecho ideológico, discursivo pero también material,
que oculta la esencia de las cosas, en este caso, la esencia de las
relaciones sociales que permiten la existencia, por ejemplo, de los
“Godínez”, que las distorsiona y las presenta como lo que no son, que
las pone al revés, como meras representaciones, colocándolas de manera
inauténtica, como sólo un mal remedo de lo que las posibilita,
fundamenta y pone en movimiento. Partir de este hecho, de la
mistificación de las relaciones sociales y tratar de “desmontarlo”,
“desmitificarlo” y presentarlo como lo que realmente es, supone la intención —por lo menos una de ellas— del discurso crítico, pues sólo a través de la razón crítica logran ponerse las premisas
(y sólo eso) para colocar el “mundo sobre sus propios pies” (Feuerbach y
Marx), presentarlo sin ilusiones, sin mistificaciones, como lo que realmente es.
Ello no implica que eso que realmente es nos resulte halagüeño y pueda gustarnos o no. Por eso, en muchas ocasiones desmistificar
la realidad es un acto que nos arroja al “desierto de lo real” (Zizek).
Es un trabajo que nos ayuda a quitar las ilusiones, los “adornos y
rosas” colocados sobre nuestras cadenas para ocultarlas. Después de
todo, diría Rosa Luxemburgo, el “esclavo que no ve sus cadenas no podrá
romperlas”. Sin embargo, importa apuntar que el telos del pensamiento crítico siempre ha sido tirar las cadenas y quedarnos con las flores (Marx), pues como veremos en futuras entregas, tanto éstas como aquéllas fueron producidas por nosotros mismos.
3. Un viejo proletariado
Dicho lo anterior, quedará medianamente claro que desmitificar lo que
representa ser un asalariado o un proletario no supone una tarea
sencilla; en la historia de ese intento ha habido avances y retrocesos.
En efecto, durante gran parte del siglo xx, la mayoría de marxismos
enarboló la idea de que había algo así como un “orgullo proletario”,
pues según ellos Marx mismo había dicho que esa clase estaba llamada,
cual “elegida”, a ser la sepulturera del modo de producción capitalista.
Tal orgullo consistía en el hecho de que a esta clase se extirpaba, en
la línea de producción dentro de la fábrica, el plusvalor que mantiene y
hace posible a la clase burguesa (la caricaturizada con sombrero de
copa, frac, puro y cuerpo de cerdo). De tal manera, la clase del
proletariado producía toda la riqueza de la sociedad. Pero no cualquier
clase de proletariado, sino sólo el industrial, el único realmente
existente según estos marxismos, caracterizado por ser explotado de
manera productiva (porque producía plusvalor) en las grandes fábricas
burguesas. Así, éste era caracterizado con cuerpo herculino, ataviado
con el overol azul, manchado por el sudor y la grasa de las máquinas a
que se enfrentaba estoicamente, armado en una mano con el martillo
(símbolo de su carácter productivo) y en la otra con una hoz (su alianza
con la otra clase explotada: la campesina). Tal proletariado “algún
día”, organizado, consciente y dirigido por una elite de
“revolucionarios profesionales”, haría la revolución mundial, acabaría
con el gran capital e impondría una dictadura del proletariado en un
“Estado obrero”.
Pues bien, según algunos críticos de este tipo de marxismos (Gorz,
Negri, Holloway), e incluso algunos “marxistas renegados” que “dejaron
de serlo” (Braudillar, Lyotard, Castoriadis, Agnes Heller),
sentenciaron, pese a sus marcadas diferencias y a la par de “teóricos
burgueses” (Daniel Bell, Bernard-Henri Lévy, Fukuyama, entre otros), que
tal clase del proletariado industrial había dejado de existir, o estaba
en vías de extinción. Ello, debido a cambios “estructurales”, de
“fondo”, a través de los cuales la “sociedad moderna” transitaba. Así se
aseguró que ya no estábamos en una sociedad dominada por el modelo
fordista, por lo que ahora transitábamos hacia una sociedad
postindustrial (D. Bell), a una sociedad de los “servicios”, del
conocimiento, de la “desmaterialización de la economía”, donde el
proletariado industrial ya no tenía cabida, lo cual marcaba de paso el
“fin de las ideologías” (otra vez D. Bell) y el fin de “las grandes
narrativas” (Lyotard). Ello implicaba además el fin del “paradigma de la
producción” (Braudillar), que significaba, entre otras cosas, el
carácter caduco de la teoría de Marx, “amante del productivismo” (sic),
dejando de lado la centralidad de la clase trabajadora. Incluso se llegó
a postular que ya no había una clase obrera sino algo así como una “no
clase de los no trabajadores”, todo lo cual implicaba decir “adiós al
proletariado” (André Gorz). Todo ello ha posibilitado que, incluso desde
las propuestas de alguien tan agudo en sus críticas al capitalismo como
Antonio Negri, se proponga el concepto de multitud, como sustituto del concepto de clase.
Así, ya no habría, si es que alguna vez lo hubo, una clase trabajadora,
homogénea, basada en un productivismo industrial de tipo fordista, sino
que ahora hay —y quizá siempre lo hubo— una masa de singularidades,
todas ellas multilingüísticas y multiétnicas, algunas de ellas
productivas, pero otras tantas no, que no se ajustan ni pueden hacerlo
al “esquema reduccionista” del proletariado. Así, esta multitud
estaría compuesta por mayas, aymaras, afros, mapuches, mijes,
tojolabales, lesbianas, quichés, transexuales, heterosexuales,
bisexuales, homosexuales, cholos, sanjuditas, urbanitas, chairos,
campesinos, profesionales, artistas, vagabundos, locos, músicos, poetas,
amas de casa, emos, punks, niños, viejos, entre otros.
Ahora bien, aunque reconocemos el potencial crítico y anticapitalista
de defender y reivindicar la multiplicidad de estas singularidades, de
reconocer sus identidades, sus diferencias y sus especificidades
culturales, no deja de asaltarnos esta pregunta: ¿de qué viven éstas? Es
decir, ¿cómo tiene acceso a las condiciones materiales que les permiten
la reactualización de su singularidad? O, planteado de otra manera,
¿son dueños de medios de producción, de alguna empresa transnacional,
que les garanticen el acceso a la riqueza social de manera plena y
permanente? (¿de casualidad se apellidan Slim, o Hilton, o algo por el
estilo?) ¿O tienen acaso que ir a venderse al mercado laboral por un
salario, con el que “compran cosas”, en el mismo mercado, que les
permitirán sobrevivir por unos días más o, por lo menos, o casi, hasta
la próxima quincena…?
4. Los desposeídos que tienen “cosas”
Si contestó sí a la última de estas preguntas, le tenemos noticias:
es usted un asalariado y, mejor aún (según lo vea), un proletariado (y
no precisamente de “una clase preferente”). Y aquí, los dominados
contemporáneos, quienes viven como esclavos modernos, ponen el “grito en
el cielo” (sic) y elevan las más enérgicas protestas: “¿Prole yo?”,
“¿Ser un jodido trabajador de la clase explotada?” –se les escucha
decir–. “¡Para nada! Soy alguien educado, que tiene su profesión; yo sí
fui a la escuela, y tengo mi auto (que pago a meses sin intereses por el
resto de mi vida), y mi iPhone, voy de shopping a los centros
comerciales, salgo al cine y de viaje, tengo internet en casa y
televisión por cable, visto de traje y corbata y no voy a una fábrica
sino a la oficina”. “En todo caso —le escuchamos seguir “argumentando”—,
soy de la clase media, dado mi nivel de ingresos, que son eso:
ingresos, no salario; eso es para la gente naca” (sic). Y continúa: “Ya
exagerando…, dado que soy estudiante y universitario, soy un
pequeño-burgués” (ultrasic). “Pues no uso overol” (y el traje y la
corbata ¿qué son?), “ni me explotan mi trabajo; vendo mi conocimiento y
cobro no por lo que hago sino por lo que sé”… y así podemos escuchar una
larga letanía… de prejuicios, de actos de mala fe, que buscan denegar
una realidad, pese a toda la evidencia: que se pertenece, se quiera o
no, a un clase social y no precisamente a la de los potentados. Pero
tales prejuicios y actos de denegación, a opinión nuestra, se basan en
una mistificación sobre lo que significa realmente ser un proletario.
Expliquémonos: lo que hace a un asalariado serlo estriba en ser un proletario. Ello significa por supuesto que no hay asalariado sin ser
proletario, pero no sucede lo inverso, pues sí hay proletarios no
asalariados (no han podido acceder a un empleo que les otorgue ese
salario; forman parte de lo que Marx llama un ejército industrial de reserva
o, desde el sentido común de los economistas convencionales, un
desempleado. O quizás aún no están en “edad” o con la “capacidad” de
acudir al mercado laboral a vender su “fuerza de trabajo”).
Vayamos por partes. Un proletario es el que no posee objeto, un sujeto desposeído de objetualidad
para producir y reproducir autónoma y permanentemente la materialidad,
objetiva y subjetiva, que le permite reactualizar su vida. Algunos
proletarios, “los afortunados”, tienen muchas cosas; de hecho, la
mayoría de ellas ni siquiera las necesitan y las adquieren porque su
sistema de necesidades y el de capacidades está subsumidos por el
fetichismo de la mercancía que los acicatea con un sistema muy elaborado
de mercadotecnia a adquirir compulsivamente. Así, algunos de ellos
viven para tener cosas y no para que las cosas les permitan vivir.
De esa manera, tienen por ejemplo la cosa-departamento (una “pajarera”
que pagarán por el resto de sus días y al terminar de pagarla se habrá
derrumbado), tienen la cosa-auto, la cosa-zapatos, la cosa-viajes, la
cosa-computadora, pero no tienen objeto, la condición material
que permite producir ésas y muchas otras “cosas”. Formar parte del
proletariado significa serlo de una gran masa de desposeídos, ser un
sujeto colectivo, separado, escindido de su objeto social. De allí que esta masa de sujetos sin objeto1 tendrá que vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario para obtener las cosas por las que tanto se “desvive”.
En efecto, tratando de seguir a Marx, lo que hace que un proletario
devenga asalariado es este carácter de sólo poseer su propio pellejo y
el de sus hijos, pues ni siquiera es dueño del suelo donde ha de caer
muerto. De hecho, ésa es una de las acepciones más antiguas del concepto
de proletariado —proveniente del argot jurídico del otrora Imperio Romano—; proletario es el que sólo posee hijos. De allí que Marx, en su libro de El capital, afirmase que el proletario es “libre” en un trágico doble sentido. Por una parte, es “libre”, de vender su fuerza de trabajo al mejor postor, pero ello tiene que hacerlo porque es “libre” de poseer objetos, es decir, medios de producción. Ello significa que el salario no sólo animaliza a los sujetos, reduciéndolos a una simple humanité
—como vimos en la entrega pasada—, sino que lleva la cosificación que
pesa sobre los sujetos modernos a niveles extremos, pues los convierte
en una mercancía más, una cosa que estará a merced de los caprichos del
mercado, a sus “leyes implacables” de la oferta y la demanda. Esto
significa que la vida humana, de manera formal y real, sí tiene precio en el imperio del salario.
Aquí debemos resaltar un detalle: esta fuerza de trabajo, que lleva
el proletariado como única posesión real suya al mercado, no es tan
abstracta como puede fácilmente pensarse; de hecho, es algo muy
concreto, estrechamente ligado a la corporalidad de los sujetos vivos.
Así que, cuando decimos que “va al mercado a vender su fuerza de
trabajo”, referimos en realidad que va a venderse a sí mismo, por lo menos de manera relativa. La fuerza de trabajo, su capacidad de desplegar una actividad praxiológica, lo que en realidad vende, mas no su trabajo,
es inseparable de su cuerpo: no puede ofrecerla en el mercado sin
ofrecerse al mismo tiempo, y de manera involuntaria, a él mismo.
Claro, ello no sucede de manera absoluta como en la esclavitud de
cuño antiguo, donde el sujeto del trabajo se vendía de manera permanente
y definitiva. Aquí, la venta es de común acuerdo (según Locke, ninguna
esclavitud es de mutuo acuerdo, mas aquí parece equivocarse),
“libremente”, sin que medie de manera directa el látigo flamígero de
algún capataz o amo. El sujeto que se vende de manera temporal y, por tanto, relativa
acude por su propio pie al mercado, sólo que, en su conciencia, “según
él”, “busca trabajo”, ¡cuando él es el trabajo mismo! (E. Dussel). Así,
la venta es temporal, por “algunas horas” de su día, de su vida. En
realidad, como demostró Marx, se trata de una esclavitud capitalista,
perfeccionada, a tal grado que el esclavo ya no sabe que lo es. Se trata
de una esclavitud relativa, porque el sujeto sometido al salario
no puede no venderse. Puede que elija, y eso salvo en ciertas
circunstancias, a qué amo venderse, pero no puede elegir no hacerlo,
pues en ello se le va la vida: la posibilidad misma de reactualizar su condición de sujeto vivo sin objeto.
Por ello, durante el tiempo que se ha vendido, no puede hacer lo que le
plazca: ha de obedecer las órdenes de quien lo ha comprado
(“contratado”, “empleado”, según el orden establecido). Sólo una vez
finiquitado ese tiempo, regresará a ser dueño de sí mismo, aunque sea
nada más para reponerse del desgaste de la jornada y estar listo para
volver a ser despellejado el día siguiente.
Digámoslo sin más rodeo: lo que hace a un proletario ser asalariado es que tiene que vender
su fuerza de trabajo. No lo hace proletario ni asalariado que se le
explote de manera productiva, que se le extraiga sólo plusvalor, sino
que debe vender, sí o sí, su fuerza de trabajo, mercantificar su cuerpo,
sus capacidades individuales, cosificarse y ofrecerse como una
mercancía más en el mercado laboral.
El cómo se le explote —lo cual no es cosa menor—, y se use su fuerza de trabajo una vez realizada la venta, en nada modifica lo dicho aquí. Puede usársele, como se refirió, de manera productiva —en los cada vez más tecnificados, automatizados, divididos y deslocalizados centros de producción industrial—, o puede ser utilizada su fuerza de trabajo para realizar los balances contables de un banco, o cobrar el pan Bimbo en un Oxxo —o tienda de conveniencia favorita—, o como mesera en un Sanborns, o como “chef internacional” en un hotel de “gran turismo”, o como piloto de Aeroméxico, o se le puede emplear para contestar un teléfono, o impartir clases de inglés en una escuela “patito” o de “prestigio”, o se le puede utilizar para reprimir una protesta social como granadero, policía, soldado… Las posibilidades de consumir la fuerza de trabajo de los proletarios asalariados, de consumir su valor de uso, bajo el dominio burgués, se antoja casi infinita.
El cómo se le explote —lo cual no es cosa menor—, y se use su fuerza de trabajo una vez realizada la venta, en nada modifica lo dicho aquí. Puede usársele, como se refirió, de manera productiva —en los cada vez más tecnificados, automatizados, divididos y deslocalizados centros de producción industrial—, o puede ser utilizada su fuerza de trabajo para realizar los balances contables de un banco, o cobrar el pan Bimbo en un Oxxo —o tienda de conveniencia favorita—, o como mesera en un Sanborns, o como “chef internacional” en un hotel de “gran turismo”, o como piloto de Aeroméxico, o se le puede emplear para contestar un teléfono, o impartir clases de inglés en una escuela “patito” o de “prestigio”, o se le puede utilizar para reprimir una protesta social como granadero, policía, soldado… Las posibilidades de consumir la fuerza de trabajo de los proletarios asalariados, de consumir su valor de uso, bajo el dominio burgués, se antoja casi infinita.
Ahora bien, la cantidad de salario que reciba, es decir, tomar como
criterio el carácter cuantitativo del salario, o como el mero “precio de
la fuerza de trabajo”, tampoco modifica aquí el problema. Que un
asalariado sea suficientemente “afortunado” para venderse a mil 500
pesos la hora, o que sea suficientemente desafortunado para venderla en
7.30, o incluso menos, no lo hace más ni menos proletario. Lo que sí
ocasiona es que su conciencia de clase se mistifique aún más. En efecto,
los diferenciales en los salarios, a los que habremos de dedicar una
entrega futura, hacen que la clase del proletariado se divida en el
interior y se enfrasque en una lucha intestina, azuzada por la
competencia capitalista y el ethos realista, que hace que “los
mejor pagados” (o explotados) vean como los principales enemigos a “los
peor pagados” (o superexplotados), y éstos dos, en conjunto, vean como
sus adversarios a los desempleados (o al ejército industrial de
reserva), a los que no pudieron realizar su fuerza de trabajo como
mercancía, a los que no pudieron realizarse como capital variable (Marx) de ningún capitalista, los que no alcanzaron a ser asalariados. Así, incluso, hay algo peor que ser un “Godínez”: no serlo,
no tener “empleo”. Por ello, para muchos proletarios asalariados,
“tener un trabajo” donde los exploten (sin importar la manera en que lo
hagan) es una “bendición” y hay que dar “gracias al señor por ello”
(ultramegasic).
Es más, algunos se sienten, dado que su precio de asalariado está por
encima del promedio, de “clase media alta” (sic), como una especie de
“aristocracia obrera” (Marx), que está, hay que decirlo, en vías de
extinción. Todo ello nos recuerda los casos documentados con harta
precisión de algunos esclavos negros que, en el Estados Unidos
esclavista, se sentían orgullosos, soberbios y por encima de sus
hermanos de dolor por el hecho de que el precio que su amo había pagado
por ellos era muy superior al de los demás.2
Subrayémoslo: lo que hace a un proletario serlo es su carácter de
desposeído (estar despojado de objeto), y lo que lo hace asalariado,
condición que en realidad es consecuencia de lo primero, está en que
tiene que vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario. Ahora
bien, ¿a cuántos proletarios asalariados conoce usted?
5. Welcome, Mr. Proletariado
Con base en lo que hemos intentado argumentar, de manera muy
apretada, podemos decir, a reserva de que en futuros espacios
despleguemos las demostraciones debidas, que la esclavitud nunca ha sido abolida,
que subsiste en la forma relativa, perfeccionada, y aún más
mistificada, del proletariado mundial bajo el dominio del salario. El
poder mistificante del salario impide, con su ilusión de “libertad”, ver
las cadenas de esta “nueva forma de esclavitud”.
Una de las implicaciones que se desprende de ello es que el
proletario nunca se ha ido, nunca ha dicho adiós, ni con el fin de la
era fordista ni con el derrumbe del mal llamado “socialismo real”; muy
por el contrario, se ha extendido y perfeccionado, ahora sobre casi toda
la humanidad a una escala planetaria nunca antes vista. Ello, por
supuesto, no cancela ni por asomo las singularidades de los proletarios
contemporáneos, pues ninguno de ellos es ni ha sido sólo un proletario.
En realidad, ningún proletario es sólo un proletario; siempre somos algo
mucho más: el proletario mundial es, hoy más que nunca, multiétnico,
multilingüístico; es lesbiana, homosexual, heterosexual, indígena,
mestizo, anglosajón, negro, árabe. El concepto se ha complejizado;
es tarea de los marxistas actuales investigar y señalar detalladamente
cómo ha sucedido esto. Marx puso los fundamentos; nos corresponde
completar un concepto de proletariado mundial para el siglo xxi, más allá de las mistificaciones que impone la forma salario.
1 Para una exposición brillante de lo que significa en términos esenciales la relación sujeto-objeto y su importancia, en tanto unidad, para la revolución comunista, es indispensable consultar la obra del marxista crítico Ernst Bloch, en especial su Sujeto-objeto. El pensamiento de Hegel, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.
2 Para una narración e investigación histórica desgarradora de éste y otros hechos del embotamiento en las conciencias que generó la esclavitud en los sujetos cosificados en Norteamérica, véase Edmund Morgan: Esclavitud y libertad en los Estados Unidos, Argentina, Siglo XXI, 2009, y Kenneth M. Stampp: La esclavitud en los EE.UU., Barcelona, Oikos-Tau.